
A Leonard Cohen hoy le han concedido el Príncipe de Asturias de las Letras y de las tres generaciones que le veneran hay una, la que le oyó con devoción en los 70, que le debe mucho: gracias al poeta de voz profunda aprendió a amar y a soñar.
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Desde Madrid con grupos de calidad como Los Pekeniques, Los Estudiantes, Los Relámpagos, y desde Barcelona con Los Mustang, Los Sirex o Lone Star, se conformaban la parcela a la que se accedía a lo nuevo pero, a la vez, se adivinaba que había algo más allá de las fronteras.
En la radio era diferente y se podía oír a algunos de los que no podían tocar por censura, el podio de la televisión. Serrat, Paco Ibañez, y Lluis Llach. También se accedía al folk que nos llegaba de Estados Unidos y pasamos, sin solución de continuidad, a conocer entre Juanita Reina, Los Valldemosa y Emilio el Moro, a Peter Paul and Mary o Simon and Garfunkel, que no se sabía si eran de izquierda pero sonaban como si lo fueran.
En las facultades y colegios mayores se respiraba otro ambiente y la lucha contra el franquismo condicionaba de manera agobiante todo: el comportamiento, las relaciones familiares, el sexo y, claro, la música. Entre botellines de cerveza y humo de tabaco negro, los jóvenes de los setenta coreaban a Llach, Raimon, Elisa Serna, Labordeta, Ovidi Montllor, Lertxundi, Mikel Laboa y tantos otros.
Los "progres" se pasaban vinilos y cintas de los latinoamericanos universales: Quilapayun, Inti Illimani, Mercedes Sosa, Soledad Bravo, Victor Jara, Daniel Vigletti, o el portugués Jose Alfonso y el griego Theodorakis. Y, por supuesto Silvio y Pablo.
De repente, llegó Leonard Cohen, con melena y gabardina, desde la isla de Wight y cantó Suzanne: "Suzanne te lleva abajo, hacia su lugar cerca del río". Y todo estalló.
Cohen no llegó solo, es cierto; hacía tiempo que se oía a George Brassen, Joan Baez, Cateano Veloso, Chico Buarque o Maria Bethania. Pero además ya estaba Who con Tommi, Pink Floyd con Ummagumma o Frank Zappa con Uncle Meat. Los Beatles y los Stones habían conocido ya al mismísimo Bob Dylan.
En las ambientes clandestinos se comentaba, entre conversaciones tediosas y absurdas, qué artistas estaban de su parte. Pink Floyd y Leonard Cohen simpatizaban con corrientes de extrema izquierda. Había fotos de los dirigentes trotskistas de la época Tarik Ali y Robin Blackburn acudiendo a casa de John Lennon con una botella de vino y un ramo de claveles rojos bajo el brazo. La música era el mensaje.
De repente, la música, a través de su codificación cultural, -como decían los libros de Levy-Strauss-, hizo explotar los ritmos orgánicos y fisiológicos de toda una generación. Y algunos pocos chamanes, como Cohen y Dylan, lograban dar luz a aquel aquelarre de frustraciones y delirios.
"So long, Marianne", "Suzanne", "Sister of mercy", "The Partisan", "The Butchter", "Joan of Arc", "Avalanche" son composiciones rebeldes pero íntimas que, con la ayuda del diccionario, ayudaron a los jóvenes a trascender.
En 1974 Cohen tocó en Madrid y Barcelona. En esta última ciudad, entre canción y canción, punteó a la guitarra el comienzo de Los cuatro muleros, de la obra de García Lorca. El público se derritió con la boca abierta y no hacia falta que tocase nada más. Estaba todo dicho.
El canadiense de origen judío y heterodoxias cambiantes con el paso de los años, nos hizo mejor por sus canciones de marcado carácter literario, pero también por su obra no cantada, especialmente libros como "Flores para Hitler" y "Los hermosos vencidos".
La voz profunda del elegante caballero que vino de la indignación y logró, sin perder la compostura, ser parte esencial en la banda sonora de aquella generación, hoy empieza, con cierto retraso, a ser oficialmente reconocida. Y debemos estar contentos.
De agencia EFE, publicado por ADN, España (www.adn.es)
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 
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